lunes, 30 de marzo de 2009

107. BILBAO, aeropuerto, Santiago Calatrava



Desde que a los trenes les pusieron ventanillas de cristal fijo las despedidas de los familiares han perdido emotividad y belleza. El ser querido, ya acomodado en su asiento, trata de decir una última palabra a quien se ha quedado en el andén -o viceversa- y ambos mueven los labios y las manos a los dos lados del infranqueable cristal con gestos de incomprensión. En seguida se dan cuenta de lo ridículo de la escena, y la tradicional belleza de los rostros en el momento de una despedida se torna en muecas de desánimo ante el muro interpuesto. El último gesto de una despedida con cristal por medio consiste en llevarse la mano a la oreja como sosteniendo un auricular y marcando un número: no han acabado dos seres humanos de separarse y ya están prometiéndose llamar por teléfono para decirse eso último que el cristal fijo de la ventanilla les impedía oír. No me ha tocado aún contemplar la escena en que ambos tengan un “móvil” a mano pero estoy seguro que ya se da y además me la imagino: la he visto en aquellas películas que muestran las visitas de los familiares a los reclusos en las prisiones de máxima seguridad.

Pero la fealdad no parece tener límites. El otro día estuve en el flamante aeropuerto de Santiago Calatrava en Bilbao a recibir a una hija y contemplé un escenario mucho más siniestro todavía. El archipremiado y académico arquitecto-ingeniero-escultor valenciano-suizo ha dispuesto (junto a los promotores del edificio /yo nunca me olvido de la responsabilidad de éstos por muy anónimos que sean) que quienes vayan a recoger a sus seres queridos en el nuevo Sondika deben sufrir la espera del tiempo que ellos se hayan dado a sí mismos llegando antes de la hora prevista de llegada del avión, más el de la habitual demora de los propios aviones, ¡en la p. calle!, disfrutando de las habituales corrientes de aire que soplan por allí y de la hermosa vista del aparcamiento de coches:





ó que si no aguantan la corrientes de aire del aeropuerto y no les gustan las fachadas tecnológicas de los edificios de aparcamientos, puedan gozar de un vistazo previo de sus familiares a través de los cristales de una alargada y desolada cueva que ofrece “espléndidas” vistas sobre el espacio en que los viajeros se agolpan a recoger las maletas de las cintas transbordadoras.



Como el avión de mi hija traía bastante retraso y no podía aguantar ni el frío de la calle ni la tristeza de la lúgubre cueva con vistas a las cintas de equipajes, subí al piso superior con la esperanza de encontrar un lugar desde el que pudiera ver el aterrizaje de los aviones (y en especial el de aquel que traería a quien yo esperaba con navideña ilusión). Dí con la gigantesca sala que es objeto de tantísima admiración arquitectónica y supuse que buena parte de los esfuerzos del arquitecto habían estado destinados a festejar el tránsito del viajero que se marcha. La gran sala tiene forma triangular y su techo se eleva hasta una altísima ventana doblemente triangular que le enseña el cielo a donde va a ir en breve. En los dos lados del triángulo que se encuentran de frente según se entra, están los mostradores de facturación de maletas y en el fondo del embudo que forman ambos mostradores debiera estar el acceso a la zona de embarque, aunque cuando yo estuve, había allí un automóvil Volvo subido en un escenario como si fuera objeto de alguna rifa.




Detrás del Volvo, aunque algo desplazados del solemne eje central y confusamente dispuestos entre empalizadas de cristal, estaban, en efecto, los accesos a una aerodinámico corredor todo acristalado con vistas a la pista de aterrizaje pero, para mi decepción, sólo los viajeros que embarcaban tenían derecho de acceder a él.



Así que debe ser ahí, detrás del Volvo -pensé-, donde se producen las asimétricas despedidas que por un lado llevan al viajero a lo mejor del aeropuerto (esa ventana que se asoma al grandioso espacio donde aterrizan y despegan los aviones) y que por otro, dejan desamparado al acompañante sin otra opción que irse a una cafetería colocada incómodamente en un rincón del gran triángulo desde donde ver a medias algo de la pista por entre los pilares y transparencias del corredor de embarque.



Yo me fuí allí, claro está, a pesar de que ya me imaginaba que un cortado me iba a costar lo que un menú del día en un restaurante normal; pero no sé si por la forma en punta del lugar, si por el conflicto entre las mesas puestas junto a los ventanales con la gente que quería ver por ellos, o si por el sofocante aire acondicionado que contrastaba con el frío de la calle, el caso es que tampoco pude sentirme allí mínimamente a gusto. Al salir del rincón de la cafetería y volver a la gran sala que no era para mí experimenté una vez más el “síndrome del cuartel”, a saber, la horrible sensación que provoca una arquitectura especialmente diseñada para que ningún soldado pueda sentirse tranquilo en ninguna parte; y entonces pensé que, en efecto, estaba nuevamente en una arquitectura del poder, una arquitectura inhumana, no pensada, ni por asomo, para gentes que van a despedir o a recibir a los viajeros.

Los grandes arquitectos de nuestros tiempos como Moneo, Calatrava o Ghery, son efectivamente los arquitectos del poder, unos personajes que viajan incesantemente en aviones por todo el mundo atravesando aeropuertos en los que seguramente nadie les despide con un mínimo de cariño o emotividad. Salen corriendo de un taxi (o de una limusina) y se dirigen al embarque (o a su sala de VIPs). Allí esperarán inexorablemente al avión unos pocos minutos y, entre llamada y llamada telefónica con el móvil pegado a la oreja, acaso se regalen la vista a sí mismos con una mirada hacia el estupendo espacio de la pista de aterrizaje, observando de reojo y como con desdén la siempre fascinante maniobra de despegue o aterrizaje de los aviones. Al llegar al aeropuerto de destino no esperarán ni al equipaje porque, como expertos viajeros que son, llevan mínimos maletines de mano; y es de suponer que tampoco nadie a los que les unan unos mínimos lazos sentimentales les esperarán en la puerta de salida. Un taxi, y al hotel o al centro de negocios de la ciudad.

A la hora de diseñar las nuevas arquitecturas para viajeros, los grandes arquitectos del poder deben tener en mente esa manera de moverse por los aeropuertos que ellos experimentan, por lo que la máxima atención de sus proyectos se centra en diseñar grandes gestos simbólicos que satisfagan el ego de los políticos que los inaugurarán y la sed de imágenes novedosas de los medios de comunicación. Las masas de votantes y de consumidores de imágenes celebran ese tipo de invenciones con evidente desprecio de sus propias necesidades, como siempre han hecho los fieles del poder. Mientras se pelan de frío en el nuevo Sondika esperando a un familiar, las gentes comentan con entusiasmo que el edificio del nuevo aeropuerto se asemeja a una gran paloma y que la torre de control que está enfrente es como un halcón.



Cuando al fin sale el viajero que esperábamos vienen los besos, abrazos y hasta las lágrimas de emoción y por un momento nos olvidamos de la desolación, de los pajarracos, de las semejanzas y del frío. Empujamos eufóricos el carrito de maletas hacia el aparcamiento de coches y...y... pero ¡diablos! ¿qué pasa aquí?. Intentamos alcanzar la pasarela que une la terminal y el parking por entre una rampa en ese y unas aceras sin rebajes y nos damos cuenta, ¡maldita sea!, que estamos otra vez perdidos. Se ve que hay que pasar por un tunel inferior, pero desgraciadamente no podemos bajar el carrito por las escaleras.



Tendríamos que regresar al aeropuerto y dar con los ascensores que bajan al pasaje de marras a velocidades de solemne procesión, pero ya para entonces no me queda más paciencia. Me echo las maletas al hombro y nos llegamos hasta el coche arrastrándolas como podemos, pues en ese punto de mi estancia (como en este punto de la narración) ya no tengo otro deseo que largarme cuanto antes del maldito aeropuerto del celebrado arquitecto y olvidarlo en lo posible para siempre jamás.


(Con el título de ARQUITECTURA PARA VIAJEROS publiqué este artículo en ElhAll n56, de enero 2001, ilustrado con la foto del Doctor Loyola que lo abre también aquí. Su publicación actual en el blog me permite poner las cuatro fotografías que hice en aquella ocasión (las de peor factura técnica) y añadir unas cuantas más tomadas de Google Earth que encajan a la perfección con la descripción que hice entonces y de la que no se he variado ni una coma. A modo de ubicación, la foto aérea de google earth que muestra la conjunción entre el viejo y el nuevo aeropuerto completa esta entrada).