martes, 20 de febrero de 2018

462. SIN INOCENCIA NO HAY FE



Comentaba en el post anterior que a finales de enero acompañé a unos compañeros arquitectos en su peregrinación por tierras portuguesas, y les comento ahora que tratando de recuperar mi fe hice algunas fotos. La primera, sin embargo, me salió borrosa, porque como debía de haber sabido, con una cámara de enfoque automático, Dios, que es un ente sin aristas, no se deja atrapar.


Visto mi fracaso apunté la cámara entre el Sagrario y el Altar y algo mejoró la cosa, pero no mucho. Igual fue por los azulejos.


Para amar la arquitectura de los Maestros Portugueses en necesario pasar por el bautizo, pero el bautizo requiere inocencia. Pensé si no sería mejor escuchar la música celestial del órgano del coro, pero no funcionó.


Desde que Dios dejó el latín, el moderno acceso a la fe pasa por la catequesis, es decir, por la casa parroquial.


Ahí afuera la cámara de fotos empezó a ver mejor, pero mi concepto de la pureza (o de la fe) se resintió bastante.


Aún me quedaba una opción, el ábside, donde había un ciprés.


En algún sitio había leído yo que los cipreses creen en Dios y que es el árbol preferido por los arquitectos porque se asemeja a una columna.


Me asomé a la cripta pero había un velatorio. Mi mirada se posó entonces en un pequeño arbusto que había en el patio y me sentí plenamente identificado. Seguramente por la pequeñez. O por estar perdido entre tanta blancura divina.


Poco antes de marchar quise saludar respetuosamente al Hacedor de tanta Espiritualidad y con mi mano traté de rendir homenaje a las formas de la fachada del templo.


Alabado sea el Altísimo, recé, para quién seguramente se haría esa puerta tan alta.